Hoy 4 de noviembre se cumple el 23° aniversario del asesinato del entonces Primer Ministro Itzjak Rabin, a manos de un extremista de ultraderecha, Igal Amir, que con su atentado esperaba detener el proceso de paz con los palestinos. No es una fecha redonda, pero amerita tenerla presente, porque fue una tragedia nacional para Israel.
No porque Rabin fuera un santo. Ni porque le acompañara siempre la razón. En absoluto. Era un político, falible como tantos otros, con el que era legítimo discrepar y al que se podía criticar. Nosotros consideramos que fue no sólo un político sino un estadista que tuvo la enorme grandeza de saber mirar hacia adelante, pensando en las próximas generaciones, no en las próximas elecciones. Comprendió la necesidad de marchar por el camino hacia la paz reconciliándose con el architerrorista Yasser Arafat, a fin de intentar dejar atrás la vida bajo constante amenaza.
Para nosotros, fue un héroe por tener la osadía de intentarlo. Pero para recordarlo, no se debe entrar casi en culto a su personalidad, que es lo que parece haber a menudo. Lo imperioso de tener presente aquel fatídico 4 de noviembre de 1995, no es para endiosar a Rabin, sino para recordar el terrible desenlace de la incitación, de todos aquellos que lo calificaron de “traidor” porque discrepaban con la vía que había elegido. Lo esencial ante el nuevo aniversario del asesinato, y siempre, no es convertir a aquel Rabin polémico y a veces tosco, en un ángel perfecto sino comprender que las palabras matan. Y hay que cuidarse antes de hablar.
En este sentido, la sociedad israelí parece no haber aprendido demasiado. La polarización política es aguda. Con demasiada ligereza quien apoya posturas de izquierda es presentado como enemigo de la patria y traidor por quienes se le oponen. Y con la misma irresponsabilidad, quien defiende posturas de derecha es tildado de fascista y racista discriminador. Esto es señal de extremismo, sea cual sea la dirección del insulto.
Las legítimas críticas a las políticas del gobierno israelí, dentro del propio Israel, no pueden derivar en una demonización ni del Primer Ministro en lo personal ni de sus socios de coalición. Criticarlos, mostrar los errores de tal o cual decisión, sí, por supuesto. Presentarlos como fuente de todos los males en la región, no, en absoluto.
Al mismo tiempo, el gobierno tiene una gran responsabilidad cuando del tono de la discusión pública se trata. Más que nada, el propio Primer Ministro. Se debe educar a todo nivel y la sociedad civil tiene responsabilidad al respecto, pero es de las máximas esferas que cabe esperar ejemplo. El Primer Ministro no puede, como ha hecho en diversas ocasiones, señalar a las instituciones encargadas de preservar el gobierno de Derecho, como la Suprema Corte de Justicia, la Procuraduría General, la Policía, como enemigos potenciales que buscan quitarlo del medio inventando sospechas de corrupción. Manchar el prestigio de todos ellos, es manchar la base del Estado de Israel.
Hay que tener cuidado con las palabras. Siempre pueden conducir a lo peor.
05/11/2018 en POR ISRAEL
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