Cuando todos los trenes de Europa conducían a Auschwitz
Cuando han pasado más de setenta y cinco años desde que los aliados descubrieran la realidad de lo que había acaecido en los campos de concentración alemanes, hemos querido rastrear aquellos lugares donde se perpetraron los crímenes y que tienen algún valor simbólico para los miles de víctimas de la Shoá, en hebreo, o el Holocausto. Más de seis millones de judíos procedentes de Alemania, Austria, Bélgica, Bielorrusia, Croacia, Eslovaquia, Estonia, Francia, Grecia, Holanda, Hungría, Italia, Lituania, Letonia, Luxemburgo, Polonia, Rumania, Rusia y Ucrania fueron asesinados entre 1939 y 1945. La mitad de las víctimas eran judíos polacos, una comunidad que desapareció para siempre. Nuestro viaje, precisamente, se inicia en Varsovia, capital del horror, el terror y el dolor para los miles de judíos que quedaron atrapados tras la capitulación de Polonia ante Alemania, en 1939, y su consiguiente ocupación. Y termina, como no podía ser menos, en Auschwitz, destino final de todos los trenes que llevaban a la muerte. Hubo otros campos, pero nada mejor que Auschwitz define la pesadilla nazi.
El gueto de Varsovia, Polonia
Varsovia era una de las capitales judías más importantes de Europa. Sobre un total de 1.3 millones de habitantes, aproximadamente 360.000 eran de origen judío. La vida social, cultural y económica judía estaba sólidamente asentada y perfectamente organizada. Había cafeterías, restaurantes, tiendas, teatros, sinagogas, escuelas talmúdicas y un sinfín de instituciones fundadas por los judíos y donde se desarrollaba la rica vida hebrea sin problemas. Tras la llegada de los nazis, en septiembre de 1939, los judíos sufren numerosas prohibiciones y son obligados a llevar la consabida estrella de David amarilla sobre sus abrigos y prendas de vestir. Unos meses más tarde, en noviembre de 1940, 350.000 judíos son hacinados en el Gueto de Varsovia, un espacio de 400 hectáreas situado en el centro de la capital polaca y rodeado por una alta valla de más 3,5 metros. Nadie podría salir de allí; intentarlo se pagaba con la vida.
De todas estas cosas, junto con la dura rutina diaria impuesta a los judíos por los alemanes en la Varsovia de 1940, nos habla la película El pianista, de Roman Polanski, que nos cuenta de la terrible historia y los negros avatares padecidos por el músico judío Wladyslaw Szpilman, superviviente al Holocausto y después al largo silencio impuesto por los comunistas.
En abril de 1943, tras aguantar lo indecible y sufrir miles de muertos por inanición, asesinato por parte de los alemanes y enfermedades, los judíos del Gueto de Varsovia se levantan y hacen frente a las fuerzas ocupantes. El resultado fue desolador: los resistentes serían exterminados y los detenidos, ejecutados. En noviembre de 1943, ya no quedaban apenas judíos con vida en Varsovia. Unos meses después, para que no quedara ni rastro de los crímenes perpetrados y de la rica herencia judía en tierras polacas, los alemanes ordenan la demolición total de los edificios del Gueto, que oficialmente había dejado de existir para siempre. Hoy, cuando paseamos por Varsovia, tan sólo un anciano resistente, en una instantánea genial, recuerda, frente a un monumento a los caídos en la resistencia de Varsovia, a dos turistas japoneses lo acaecido allí, el daño causado por los crueles verdugos y el dolor infligido para siempre a muchos que ya no están aquí para contarlo.
Umschlagplat, Varsovia, Polonia
Hoy es un lugar vacío, donde tan sólo una placa, en hebreo y en polaco, nos recuerda los acontecimientos que allí sucedieron. Fue el lugar desde donde salían los transportes con los judíos hacia los campos de la muerte. Transportados en trenes de ganado, en peores condiciones que los animales, más de 300.000 judíos de la ciudad de Varsovia esperaron aquí durante días y noches, a veces con bajas temperaturas y sin alimentos, la llegada del transporte que los llevaría hasta un horror, hasta una muerte casi segura. La zona parece tranquila, incluso hay un colegio cerca, pero es un símbolo de la tragedia vivida y padecida por los judíos polacos. Umschlagplat es un nombre siniestro para todos aquellos que conocen la historia de lo realmente acaecido en Polonia. En total, según fuentes fiables, en Polonia murieron algo más de tres millones de judíos, la mayoría de ellos en los campos de la muerte abiertos por los nazis. Otros fallecieron en el camino o fueron asesinados en sus lugares de origen.
El cementerio judío de Varsovia, Polonia
A diferencia de otros cementerios judíos, como el de Salónica, el cementerio de Varsovia sobrevivió a la guerra. El recinto, que estaba dentro del Gueto, permaneció abierto durante la contienda y después cayó en el abandono, pues en la Polonia comunista no se tenía demasiado interés en hablar del Holocausto, debido, sobre todo, al numeroso número de polacos que se alistaron en las filas de los verdugos voluntarios de Hitler. Hasta la década de los 80 no abrió sus puertas, y hoy si paseamos entre sus tumbas, algunas abandonadas tras el paso de los años y la desaparición de los familiares de los difuntos, podemos comprender lo que significó la rica vida judía de la Polonia de antes de la catástrofe. Muchas de sus tumbas fueron destruidas, pero la mayor parte de ellas, por avatares de un destino muchas veces caprichoso e inexplicable, todavía perduran para dar fe de lo que se fue y ya nunca más volverá a ser.
Sinagogas de Cracovia, Polonia
La ciudad de Cracovia, incluyendo aquí a su barrio judío, Kazimierz, fue una de las ciudades polacas que no fue destruida por los alemanes. Todavía queda el espíritu y la esencia de lo que fue el viejo barrio judío, pero eso sí, sin hebreos. La mayor parte de los 60.000 judíos que vivían en esta bella ciudad fueron enviados a los campos de concentración, especialmente al muy cercano de Auschwitz y también al de Plaszòw. Tan sólo nos quedan las sinagogas Izaaka, Popera, Remuh, con el cementerio de su mismo nombre, Tempel y Wysoka. Aquí se rodó la famosa película de Steven Spielberg “La Lista de Schindler”, donde se recrea muy acertadamente el brutal desalojo de los judíos del gueto de Cracovia.
Cuando uno, hoy, pasea por estas calles alegres, tranquilas y repletas de turistas, le cuesta imaginarse el significado de todo lo sucedido aquí, en este plácido rincón de Europa donde un día se recreó la muerte y la brutalidad. Estos edificios, testigos mudos de todo el drama de estas gentes, siguen en pie y parece que aquí no ha pasado, pero no debemos olvidar que sólo una persona insustancial puede pasar por alto la aflicción que asoma por doquier a través de la deshilachada placidez, tal como dijo Johan Nepomuk Nestroy.
El gueto de Budapest, Hungría
Nadie podría imaginar que en pleno centro de Budapest, en las alrededores de la sinagoga Dohany, estuvo el gueto de la ciudad, donde convivieron hacinados miles de judíos durante el tenebroso período que va de marzo de 1944 a abril de 1945 en la Hungría ocupada por los alemanes. La misma sinagoga, considerada una de las más grandes de Europa al caber en su interior más de 3.000 personas entre mujeres y hombres, es el símbolo de la represión nazi del país. Miles de judíos murieron en sus alrededores y muchos de ellos, como el poeta Miklós Radnóti y el historiador Antal Serv, fallecieron en los jardines de este imponente templo de estilo morisco construido a finales del siglo XIX. Hoy, al lado de la vieja sinagoga, se puede visitar el Museo Judío de Budapest y en sus alrededores quedan algunas sinagogas milagrosamente en pie. Lo que no quedan son casi judíos: más de 550.000 judíos húngaros perderían la vida en los campos de concentración y hoy apenas la vida hebrea está reducida a una muestra insignificante de lo que fue.
Cementerio abandonado de Baia Mare, Rumania
No se crean que el cementerio de Baia Mare es un museo abierto, bien cuidado y enseñado por guías. Pues no, se trata de un conjunto de lápidas perdidas en una finca privada, desvencijadas por el viento, abandonadas a su suerte, como las maletas flotantes en un naufragio… La vegetación ya ha cubierto a algunas y nadie parece haberse preocupado por limpiar y mantener con una cierta dignidad el recinto, espacio surrealista y triste, lamentable y vergonzante. Incluso es un lugar peligroso: varios perros sin ningún control campan a sus anchas y conviene ser raudo a la hora de disparar con el objetivo.
Muy cerca de aquí, en la localidad rumana de Siguet, nació el escritor y Nobel de la Paz Elie Wiesel, testigo vivo en primera persona de la trágica historia que sucedió en estas tierras de Transilvania y memoria permanente del significado del Holocausto. Vio morir a todos sus familiares en los campos de exterminio y él mismo sufrió en sus carnes el horror nazi. 15.000 de sus amigos, vecinos y familiares corrieron la misma suerte que sus padres.
Miles de judíos de esta región fueron enviados por los colaboracionistas rumanos y húngaros a los epicentros del terror, a esa maquinaría de matar construida por los nazis para eliminar a los que consideraban como “elementos infrahumanos”. De todas estas cosas, y otras más terribles, nos habla el escritor húngaro Bêla Zsolt en su novela “Nueve maletas”, un detallado relato de todo lo ocurrido muy cerca de aquí, en la ciudad de Oradea, cuando los nazis junto sus aliados húngaros decidieron acabar con la vida judía para siempre.
Este cementerio desvencijado, olvidado, es como un fósil, un mudo testigo de un pasado ya perdido para siempre pero que nos recuerda que un día fue vida y realidad de una rica comunidad, un eslabón perdido en un mar de la nada y vacío. La nada dejada por los que no están y el vacío de lo irremediablemente perdido. Más de 500.000 judíos murieron entre la Transilvania ocupada por los húngaros y la Rumania colaboracionista de Hitler.
Ciudad de Worms, Alemania
En Worms, una de las ciudades judías más antiguas de Europa, podemos ver tan sólo dos vestigios de lo que fue la antaño y rica comunidad judía: el cementerio, pues hubo suerte y por lo menos los nazis respetaron el sueño de los muertos, no como en otras partes, y la vieja sinagoga ahora rehabilitada y abierta al público. No ha quedado nada más, incluyendo aquí a los judíos que se fueron un día en los famosos trenes y nunca más se supo. Los trenes, al parecer, no iban a ninguna parte, pues nadie nunca regresó de los mismos, tal como le pasó a la escritora francesa Iréne Nemirovsky.
El cementerio judío de Worms, llamado en alemán Heiliger Sand, es el más antiguo de Europa de esta religión. Cuenta con 2.000 lápidas, algunas muy antiguas, otras más modernas, y en su interior se albergan todas las etapas del judaísmo alemán, exceptuando, claro está, el periodo nazi, donde desaparecen las lápidas, y la historia de esta comunidad se esfuma entre el terror nacionalista y el humo asesino de los campos de concentración. Pese a todo, incluido el vergonzoso silencio y la escasa señalización de las muestras de una antaño fecunda y luego apagada vida judía, el cementerio nos sigue recordando a los que nos están y nadie consiguió destruirlo para siempre, tal como hubieran querido los nazis. Las últimas lápidas datan de los años 30, última parada de esta comunidad.
Hoy el cementerio es visitado por centenares de turistas, que quizá desconocen que tras el entorno idílico del parque donde está situado se esconde una historia turbulenta y siniestra, y es uno de los principales atractivos de la tranquila ciudad de Worms. En la sinagoga, muy restaurada y en un rincón alejado del centro comercial, apenas hay gente y un vigilante te invita a guardar silencio en el recinto sagrado y ayer mancillado. Allí, en una no tan lejana noche de 1938, sonaron las botas, los himnos y las voces de aquellos que redujeron este centro religioso a cenizas. Todo, si uno pasea por estas acogedoras calles de Worms, parece hoy muy lejano, aunque el silencio sigue llamando a la evocación y el recuerdo de los que ya se fueron en los malditos trenes.
Testigos de la historia en primera persona, conocedores de la infamia y la ignominia, sacrificados en los altares de la limpieza étnica, los judíos de Worms son tan sólo recuerdos y parte de un homenaje permanente que los vivos deben mantener con coraje y fe. Tan sólo desde la permanente reivindicación de la memoria seremos capaces de conjurar las amenazas que aún dormitan bajo esta insípida normalidad, y de aguardar juntos la aurora que devora a los monstruos del pasado.
La nueva sinagoga de Berlín, Alemania
Ahora los alemanes la llaman la Nueva Sinagoga de Berlín, aunque fue inaugurada en el año 1861 después de que el arquitecto judío alemán Friedrich August Stüler terminase sus trabajos y la entregase a la comunidad judía. En 1938, durante la llamada noche de los “cristales rotos” o “kristallnacht”, en alemán, fueron destruidas 1574 sinagogas, 7.000 tiendas judías y 20.000 judíos fueron enviados a los primeros recintos de la muerte abiertos por el régimen nazi.
La Nueva Sinagoga se salvó milagrosamente, pese a ser atacada, a merced de uno de los pocos alemanes decentes de entonces, el jefe de policía Wilheilm Krützfeld, quien se negó a secundar la pesadilla homicida auspiciada por las hordas nazis y salvó el recinto de una destrucción segura. Afuera del recinto, hoy, hay una placa que nos recuerda su heroísmo, que es digno de admiración, desde luego. Fue el comienzo de la pesadilla, el pistoletazo de salida de los más bajos y criminales instintos que albergaban algunos en su interior. De los 65.000 judíos que vivían en la ciudad en 1938, según datos más o menos realistas, tan sólo sobrevivieron 6.500, la mayoría de ellos escondidos o en matrimonios mixtos con algunos alemanes que sacrificaron todo por salvar sus vidas, en un hecho tan inusual como admirable.
Cementerio judío de Berlín, Alemania
Hay varios cementerios judíos en Berlín, pero uno de los más bellos es el de Weissensee, que tras la Segunda Guerra Mundial quedo en la parte ocupada por los soviéticos, es decir, en la zona comunista. Weissensee es uno de los cementerios judíos más grandes de Europa, con más de 115.000 tumbas, y en su interior se encuentra una buena parte de la historia judía de Berlín, ya que en el recinto se hallan los restos de numerosos y conocidos arquitectos, médicos, profesores y un sinfín de profesiones y condiciones sociales de la comunidad hebrea.
Al parecer, en los “años duros”, entre 1933 y 1945, muchos judíos se escondían en el recinto de las redadas de la Gestapo y el cementerio estuvo abierto hasta casi el final de la guerra, aunque durante los ataques aéreos aliados se destruyeron unas 4.000 lápidas. En 1942, según está documentado, fueron enterrados unos 811 judíos que se habían suicidado ante el negro futuro que se les avecinaba. Lamentablemente, algunas cosas no parecen haber cambiado tanto en Alemania: en octubre de 1999 una horda de nazis atacó el recinto y destruyó 109 lápidas. Las autoridades alemanas todavía siguen buscando a los responsables de los desmanes.
La casa de Ana Frank, Holanda
Muy alejada de lo que fue el barrio judío de Amsterdam, en la céntrica calle Prisengracht, 267, está la casa que un día alojó a la familia de los Frank. Allí, escondidos durante casi tres años, los familiares y conocidos de esta inquieta aprendiz de periodista tuvieron que pasar la larga espera que, finalmente, los llevó a todos -menos al padre, Otto- a la muerte. Hoy, en la puerta de la casa, hay una larga cola de fríos, ausentes e incluso frívolos turistas, gente que desconoce el horror en primera persona y los padecimientos que sufrieron los judíos de Ámsterdam. Y de toda Holanda, quizá de toda Europa. Vivir siempre con la soga al cuello, con ese presentimiento de que mañana todo terminará en un oscuro y lúgubre tren rumbo a Auschwitz. La calle, con esa alegría casi obscena, poco nos recuerda de aquellos tiempos en los que ser judío estaba más cerca de los reinos del cielo que de la tierra. Más de 100.000 judíos holandeses, incluyendo a Ana Frank, fueron asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Auschwitz, Polonia
Todo acababa en Auschwitz. Los trenes recorrían mecánicamente el continente, con miles de seres humanos, con los “infrahumanos” que había señalado la locura homicida de la ideología nazi. Eran trenes de ganado, sin agua, sin luz, sin alimentos, sin apenas vida, sin espacio siquiera para morir. Luego allí, en Auschwitz, que nadie la podía imaginar porque antes de Auschwitz no hubo nada igual, como nos dijera Elie Wiesel, todos terminaban sus vidas en las cámaras de gas.
Se calcula que algo más de 1.400.000 personas fueron exterminadas en este gran complejo de la muerte, de las que aproximadamente el 80% eran de origen hebreo. Pero también austriacos, alemanes disidentes, gitanos, polacos, rusos, gays, ucranianos y un sinfín de categorías más acabarían sus días en este pueblo perdido en la inmensa llanura polaca que se llama Oswiecim. Hoy en día el campo está abierto al público y es una suerte de gran museo, espacio abierto para la reflexión y el conocimiento, para la ira y la rabia. Por desgracia, siempre nos quedarán a los humanos sitios como Auschwitz, para recordarnos todos los días que el hombre es despiadado y cruel con sus semejantes.
El único antídoto para evitar el regreso a la tragedia es la memoria y la permanente reivindicación de las víctimas. Una de ellas, el escritor Primo Levi, escribiría sobre Auschwitz: “Ahora este sueño interior al otro, el sueño de paz, se ha terminado, y en el sueño exterior, que prosigue gélido, oigo sonar una voz, muy conocida; una sola palabra, que no es imperiosa sino breve y dicha en voz baja. Es el orden de amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: ¡a levantarse!”.
Fotos de Auschwitz: Ricardo Angoso
08/02/2021 en AURORA
No hay comentarios:
Publicar un comentario